Comunidad dominicana en Barrio Obrero, Puerto Rico, sacudida por las redadas migratorias: “Hay personas pasando hambre porque no se atreven a salir de sus casas”

“Nos vamos a volver locos con este encierro», expresa Celia, una dominicana de 33 años, desde su hogar en Barrio Obrero, un emblemático vecindario de San Juan, Puerto Rico, conocido por su vibrante comunidad migrante.

Pero lo que antes era un refugio, hoy se ha transformado en un espacio de miedo, silencio y creciente incertidumbre.

Celia llegó a Puerto Rico hace cuatro años tras cruzar de forma irregular el peligroso Canal de la Mona. Lo hizo, dice, por amor. Su entonces pareja —padre de su hija— la convenció de comenzar una nueva vida en la isla. Aunque la travesía fue arriesgada, su arribo trajo consigo cierta estabilidad: consiguió empleo como mesera, ganaba en dólares y logró asentarse en un barrio donde muchos comparten su historia de migración.

Pero desde enero, esa vida se ha desmoronado.

Puerto Rico, territorio no incorporado de Estados Unidos, ha comenzado a sentir de lleno el impacto de las políticas migratorias endurecidas bajo el legado de Donald Trump. Las redadas del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) se han intensificado: hasta finales de mayo, 528 migrantes fueron detenidos, 392 de ellos de nacionalidad dominicana.

Aquella permisividad que permitía abrir cuentas bancarias o acceder a licencias de conducir sin documentos hoy ha desaparecido. El gobierno local, incluso, ha admitido compartir información de conductores sin estatus legal con las autoridades federales.

Una comunidad en vilo
Barrio Obrero vive ahora en tensión permanente. Celia apenas sale de su casa. Su hija, nacida en Puerto Rico en enero, fue enviada a República Dominicana por temor a que ICE la separara de ella en una redada. “Firmamos un poder con su padre para mandarla con una amiga. Está con mi madre y mi hermana allá. Como es ciudadana americana, temía que me detuvieran y la retuvieran aquí”, relata.

Las redadas, fuertemente militarizadas, comenzaron en enero y alcanzaron su punto álgido a mediados de mayo, cuando 53 trabajadores fueron arrestados en plena jornada laboral en la construcción de un hotel de lujo en la capital. Las autoridades migratorias niegan haber forzado entradas, pero testigos afirman lo contrario.

El resultado es palpable. Calles desiertas, comercios vacíos, vidas en pausa.

Economía en caída libre

Rosario de la Cruz, propietaria de El Fogón de Chary, lleva dos décadas en la isla. Su restaurante de comida dominicana y puertorriqueña llegó a facturar hasta 4.000 dólares al día. Hoy, si alcanza los 100, se considera afortunada.

“Ayer solo llegaron cinco clientes. Ya despedí a todos mis empleados. Atiendo con mi hermana, y apenas abrimos en las tardes”, cuenta. Con un permiso de residencia concedido recientemente, Rosario vive con el temor de que todo se desvanezca. “Si me deportan, mis hijos ni me reconocerían; los dejé siendo pequeños”, añade.

Gerald Hernández, quien administra una barbería y una agencia de envío de remesas, confirma la caída. “La gente no quiere salir. Vienen en Uber o con alguien que los espera en la puerta. Están aterrados”, dice. De 30 envíos diarios, apenas gestiona siete u ocho.

Una crisis de derechos humanos

Organizaciones como el Comité Dominicano de Derechos Humanos denuncian operativos “desproporcionados” e “inhumanos”, dirigidos no solo a zonas residenciales, sino también a los lugares de trabajo de la población migrante: restaurantes, obras, salones de belleza.

“Están derribando puertas en casas humildes. Hay personas encerradas pasando hambre. No pueden enviar dinero a sus familias. Esto es una crisis humanitaria en desarrollo”, alerta José Rodríguez, portavoz del comité.

El Centro para la Mujer Dominicana ha documentado un descenso preocupante en el acceso a servicios de salud física y mental, particularmente entre mujeres migrantes. “Algunas sufren violencia de género, pero no se atreven a denunciar. Ni siquiera en los tribunales se sienten seguras”, indica Romelinda Grullón, directora de la entidad.

El silencio oficial

Ni el gobierno de Puerto Rico ni la cancillería dominicana respondieron a solicitudes de comentarios. La gobernadora Jennifer González ha manifestado preocupación por posibles represalias del gobierno federal si se interfiere con las operaciones de ICE, particularmente la pérdida de fondos federales.

Rodríguez critica esa pasividad: “Ni el gobierno de aquí ni el de allá hacen nada. Ambos se subordinan a las políticas de Trump. Y en República Dominicana, el presidente Abinader está replicando el mismo modelo, pero contra los haitianos”, sostiene.

Resistir con lo mínimo

En la Iglesia Metodista San Pablo, la pastora Nilka Marrero lidera esfuerzos humanitarios para paliar la crisis. Han distribuido más de 4.000 platos calientes y 1.400 bolsas de alimentos en el barrio. Ofrecen además asistencia legal, psicológica y espiritual. “El barrio está vacío. Familias se están fragmentando. Algunos se van a las montañas en busca de paz, otros regresan a sus países por voluntad propia”, relata.

Las obras de construcción están paralizadas. Los esqueletos de edificios a medio hacer, como el del hotel La Concha, evidencian una economía que comienza a resentirse por la ausencia de trabajadores.

Sobrevivir a la sombra

Celia, pese al miedo y los achaques de hipertensión que la debilitan, sigue trabajando en silencio. El sustento de su hija y su propia supervivencia dependen de ello. “Espero que nos dejen trabajar. A los dominicanos nos gusta trabajar”, afirma con la voz baja, como quien no quiere despertar más atención.

Mientras tanto, Barrio Obrero resiste. Con persianas bajadas, calles mudas y corazones agitados.

Con información de BBC