La situación en Haití ha dejado de ser una tragedia humanitaria para convertirse en una amenaza regional. Bandas armadas controlan gran parte del país. El gobierno ha colapsado. Las instituciones no existen. El pueblo haitiano vive bajo un régimen de terror y la comunidad internacional sigue atrapada en un bucle de promesas vacías y reuniones estériles.
Y mientras el mundo debate sin actuar, las consecuencias cruzan la frontera. La República Dominicana no puede ni debe cargar con los desastres sociales, políticos y económicos de un país que no ha sabido reconstruirse ni asumir responsabilidad sobre su destino.
Durante décadas, hemos ofrecido hospitalidad, empleo, asistencia médica y oportunidades. Y, sin embargo, lo que muchos dominicanos perciben hoy es ingratitud y resentimiento. En lugar de gratitud, crece una narrativa peligrosa entre sectores haitianos que distorsiona la historia y alimenta odio hacia nuestra nación. No debemos ser ingenuos: ese resentimiento no es una excepción, es una amenaza.
Estoy completamente en contra de la migración haitiana hacia República Dominicana. Nuestra soberanía, nuestros recursos y nuestra seguridad no pueden ser sacrificados por la inestabilidad ajena. Ser solidarios no significa ser responsables del caos ajeno. Bajo ninguna circunstancia debemos asumir el peso de un país colapsado.
Y si la solución debe ser drástica, que así sea. La propuesta de una intervención táctica, incluso con apoyo de fuerzas privadas como ha sugerido el aliado de Donald Trump, Erik Prince, puede ser la única vía para restablecer el orden en Haití. La seguridad no puede esperar. La frontera debe ser blindada. La asistencia internacional debe enfocarse en reconstruir Haití dentro de Haití, no exportando su crisis a nuestro suelo.
Dominicana no es el patio trasero de ninguna nación. Es hora de actuar con firmeza. Sin miedo. Sin culpa. Porque no hay país que sobreviva si no protege primero a los suyos.
jpm-am
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