
La noche del 30 de mayo de 1961 marcó un punto de quiebre en la historia contemporánea de la República Dominicana. En la avenida George Washington de la capital dominicana, caía abatido a balazos el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina, mientras se dirigía a su residencia en San Cristóbal. Su ajusticiamiento puso fin a más de tres décadas de una de las dictaduras más férreas y brutales de América Latina.
Trujillo comenzó su jornada a las 5:00 a.m. en la Estancia Rhadamés, hoy Biblioteca Nacional. Revisó informes de inteligencia, fue al Palacio Nacional y luego inspeccionó la Base Aérea de San Isidro. Almorzó con un colaborador y amigo estadounidense, y recibió visitas clave como la de Joaquín Balaguer.
A las 5:00 p.m., Miguel Ángel Báez Díaz avisó a Antonio de la Maza que Trujillo iría esa noche a su hacienda en San Cristóbal. Esa llamada activó la conspiración.
A las 7:00 p.m., Trujillo visitó a su madre en su residencia —actual sede de la Universidad APEC— y luego bajó caminando por la avenida Máximo Gómez hasta el Malecón. Ya vestía su uniforme verde-olivo, el que usaba cuando iba a San Cristóbal.
Aproximadamente a las 9:45 p.m., abordó su Chevrolet Bel Air azul celeste rumbo a Fundación, acompañado solo de su chofer, como era su costumbre. Los conjurados —De la Maza, Imbert Barrera, García Guerrero, Pastoriza, Sadhalá, Tejeda y Livio Cedeño lo esperaban distribuidos en tres vehículos entre el Teatro Agua y Luz y la autopista hacia San Cristóbal.
A las 10:00 p.m., al pasar frente al Teatro, el carro de Trujillo fue interceptado. Inició el tiroteo. Tras diez minutos de fuego cruzado, Trujillo, herido, intentó escapar. Antonio de la Maza lo vio tambalearse. Imbert disparó. El dictador cayó.
En el lugar del atentado quedaron armas registradas a nombre de los implicados, y un vehículo también fue abandonado. Peor aún: Pedro Livio Cedeño, gravemente herido, no fue rematado, y el chofer del dictador, Zacarías de la Cruz, sobrevivió al ataque. Estos errores permitieron al temido Servicio de Inteligencia Militar (SIM) iniciar una cacería implacable contra los participantes en la conjura.
La muerte de Trujillo no significó el fin inmediato del trujillismo. Su familia intentó conservar el poder, y Joaquín Balaguer, entonces presidente títere del régimen, fue mantenido en el cargo. Sin embargo, la presión internacional, especialmente la de Estados Unidos forzó a Balaguer al exilio, y los Trujillo fueron finalmente expulsados del país.
El tirano, conocido por títulos grandilocuentes como “el Benefactor” o “el Generalísimo”, ejerció un poder absoluto desde 1930, instaurando un régimen de represión, culto a la personalidad y control total del aparato estatal. Pero tras años de atropellos, corrupción, asesinatos políticos y represión sistemática, un grupo de valientes conspiradores decidió poner fin a su reinado.
Rafael Leónidas Trujillo no fue un líder carismático ni un hábil político; su poder se sostuvo durante más de 30 años mediante el terror, la represión y el control absoluto.